lunes, 28 de diciembre de 2009

Poema


LA DAMA QUE DESCUBRE EL SENO

a Tomás Alva Negri

La poesía es el futuro de la muerte.


Los invencibles ojos de oro

que triunfarán

sobre su abominable ceguera.


Y al contemplar la muerte

la irresistible belleza de este mundo

inventará para los hombres

juegos admirables de salud perfecta.


Será la Madre Fascinante.

La Engendradora.



La Total Enamorada.

RUBÉN VELA (La palabra en armas)

viernes, 9 de octubre de 2009

Marosa Di Giorgio en el taller de poesía de Eduardo III - sábado 10 de octubre- 19hs.



Me acuerdo de los repollos, acresponados, blancos -rosanieves de la tierra, de los huertos-, de marmolina, de la porcelana más leve, los repollos con los niños dentro.


Y las altas acelgas azules.


Y el tomate, riñón de rubíes.


Y las cebollas envueltas en papel de seda, papel de fumar, como bombas de azúcar, de sal, de alcohol.


Los espárragos gnomos, torrecillas del país de los gnomos.


Me acuerdo de las papas, a las que siempre plantábamos en el medio un tulipán.


Y las vívoras de largas alas anaranjadas.


Y el humo del tabaco de las luciérnagas, que fuman sin reposo.


Me acuerdo de la eternidad.




Marosa di Giorgio (Historial de las violetas)






sábado, 3 de octubre de 2009

CLUB DE LECTURA- La balada del café triste



“No me gustaría vivir si no pudiese escribir. La escritura no es sólo mi modo de ganarme la vida: es como me gano mi alma, es mi modo de buscar a Dios”. Carson McCullers

martes, 1 de septiembre de 2009

CLUB DE LECTURA


Viernes 4 de setiembre a las 20.30, el café cultural te invita al club de lectura. Un espacio libre y gratuito para compartir pasiones librescas. Hablaremos sobre Armonía Somers y comentaremos su cuento El Derrumbamiento.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Noche de música y poesía, a la gorra


Myriam Belfer nos invita a compartir sus canciones y las de sus cantautores queridos.
Viernes 21 de agosto a las 21.
En la heladería y café cultural Eduardo III
(San Martín 1163- Godoy Cruz). Te esperamos.

jueves, 6 de agosto de 2009

Gonzalo Rojas: entre los favoritos.


Estos dos poemas que aquí comparto son del libro Oscuro y otros textos del poeta chileno Gonzalo Rojas, del que me hice una tardecita de café con amigos en el cerro Concepción de Valparaíso. La ilustración, maravillosa, es de Romero Britto.


Trece cuerdas para laúd.


D' accord, puestas al fuego todas las mujeres son pelirrojas,

Teresa

de Jesús es pelirroja, Safo, Emily

Bronté es pelirroja, Magdalena de Magdala, tres

de las nueve hijas de Mnemósine y Zeus son pelirrojas,

Euterpe, Melpómene, Terpsícore por no decir todas las

novias de la locura nacidas

y por nacer llámense Andrómaca

o Marilyn son pelirrojas, ésta

que va ahí y arde es

pelirroja, ésa otra que

lo ha perdido todo en la fiesta es pelirroja, la vida

que me espera es pelirroja, la Muerte

que me espera.


Enigma de la deseosa.


Muchacha imperfecta busca hombre imperfecto

de 32, exige lectura

de Ovidio, ofrece: a) dos pechos de paloma,

b) toda su piel liviana

para los besos, c) mirada

verde para desafiar el infortunio

de las tormentas;

no va a las casas

ni tiene teléfono, acepta

imantación por pensamiento. No es Venus;

tiene la voracidad de Venus.

domingo, 28 de junio de 2009

Poemas de Hugo Mujica


Dos poemas de Hugo Mujica, argentino. Durante siete años hizo un voto de silencio en un monasterio trapense. Allí, un día, mirando a través de la ventana mientras preparaba el té, escribió un poema.

ORILLAS

Afuera ladra un perro

a una sombra, a su eco

o a la luna

para hacer menos cruel la distancia.

Siempre es para huir que cerramos

una puerta,

es desierto la desnudez que no es promesa

la lejanía

de estar cerca sin tocarse

como bordes de la misma herida.

Adentro no cabe adentro,

no son mis ojos

los que pueden mirarme a los ojos,

son siempre los labios de otro

los que me anuncian mi nombre.

HACE APENAS DÍAS

Hace apenas días murió mi padre,

hace apenas tanto.

Cayó sin peso,

como los párpados al llegar

la noche o una hoja

cuando el viento no arranca, acuna.

Hoy no es como otras lluvias

hoy llueve por vez primera

sobre el mármol de su tumba.

Bajo cada lluvia

podría ser yo quien yace, ahora lo sé,

ahora que he muerto en otro.

lunes, 22 de junio de 2009

Rafael Rubio y su poesía


Lo siguiente son fragmentos de una entrevista al poeta chileno Rafael Rubio (32 años) que se emitió la semana pasada en el programa Una belleza nueva, que conduce Cristián Warnken. El programa completo puede verse en internet en el sitio www.otrocanal.cl y también pueden consultar la transcripción a través del link que hay en esta página en las web recomendadas por el café cultural. Espero que lo disfruten y que visiten las páginas que sugiero, en las que van a encontrar maravillas.

Cristián Warnken:
Lo primero que impresiona, Rafael, al leer tu poesía como lector, es que tú retomas la posta de esos viejos poetas del Siglo de Oro que nos han enseñado en el colegio y que la mayoría de los niños han encontrado latosos, aburridos o muertos. Incluso muchos poetas han huido de ese contacto con esa tradición por aquello mismo; sin embargo tu vuelves a dialogar con Góngora, con Garcilaso, me imagino que también con San Juan de la Cruz y con Jorge Manrique. Cuéntame un poco cómo retomas tú esa posta, ese diálogo con estos padres muertos de la poesía.
Rafael Rubio:
A ver, yo creo que voy a comenzar contándote cómo se produjo mi primer encuentro con esos poetas. En realidad, mi encuentro gozoso cierto, con los poetas del Siglo de Oro se dio a través de la poesía de mi abuelo.
CW:
… Alberto Rubio
RR:
Alberto Rubio, cierto, mi abuelo Alberto, no porque él me hubiera recomendado
explícitamente esos poetas, sino que a partir de su obra yo me fui remontando por un curso natural a esos poetas fundacionales de la lengua española.
CW:
Que bonito eso… un diálogo entre poetas.
RR:
Fue un diálogo, sí. Y luego, digamos, remontando por un curso natural llegué a Quevedo, a San Juan, llegué a Garcilaso, llegué a Fray Luis de León también.
CW:
Y ¿qué encontraste ahí que pudiera ser novedoso? Porque, aparentemente, ahí
estaba la literatura muerta y pasada. Generalmente, cuando uno es joven, lee a
Rimbaud, lee a los vanguardistas, se emociona con eso… ¿Qué encontraste en ello, en esos clásicos?
RR:
Bueno, lo primero, reconocí ahí cierta manera de concebir la naturaleza, en particular en Garcilaso y en Góngora – “La Fábula de Polifemo y Galatea”- que yo creo que es lo primero que leí de Luis de Góngora, y vi ahí, en Góngora específicamente, un festejo del lenguaje, el poema como una fiesta de la palabra. Una palabra divorciada de la comunicación y entregada al puro goce, al regocijo verbal. Y eso fue lo que me llamó la atención.
CW:
Y ¿para ti la escritura de un poema es una fiesta?
RR:
Por supuesto que sí.
CW:
Yo recuerdo un poema que para mí fue una fiesta leerlo, que pertenece al libro
“Arbolando” pero que tú lo reincorporas acá en “Luz Rabiosa”, que se llama
“Trigales”, y que efectivamente asistimos… Creo que está en la pagina 102 y me
encantaría que lo pudieras leer Rafael. Un ejemplo de cómo el lenguaje se yergue y se transforma en fiesta, en fiesta de la naturaleza, fiesta de lo que estalla en la vida y también en las palabras.
RR:
Por supuesto, perfecto. Muy bien Cristián. Este poema se llama “Trigales” y surgió de una experiencia muy bonita que fue pasear por un campo de trigales que queda muy cerca de mi casa, en el campo, en los Ángeles. Y había un campo de trigo y entonces me interne en medio de los trigos.
CW:
…Te internaste con Garcilaso en el oído.
RR:
Con Garcilaso en el oído, las “Églogas”… y ahí surgió este poema de un tirón. Se llama “Los Trigales”:
............................ I
Sonriente dentadura del sol, sol riente.
La espiga de la risa, discurriendo va la fuente
luz sonando, cascabeles
voz de abeja, lluvia, mieles.
La amarilla carcajada de las yeguas herbazales
algazara, multitudes, zarabanda, los trigales.
............................ II
Sonriente cabellera del sol, sol riente.
La espiga de la risa, mar riente de abejorros,
rubio oleaje, crin al viento de un caballo en el galope,
marejada y el canoro, la rompiente de la espiga.
Pasto noble, sol sonoro, cascabel de las harinas.
............................ III
Greña noble, los caballos de la risa, la rompiente,
galopando las potreras multitudes, ah de dientes,
ay solares niños juncos, amarilla carcajada,
dentadura de la harina en el relincho, marejada.
CW:
Qué hermoso el poema. Bueno, en el fondo esos trigales que inspiran el poema se transforman en trigales de palabra, ¿no es así? Explica un poco qué es lo que es para ti, la alegría, la fiesta de las palabras, de trabajar con las palabras del idioma, ¿Cuál es la fiesta que se produce ahí?, ¿Cuál es el gozo?
RR:
Bueno, un primer gozo es verificar cómo en el poema, cierto, las palabra dejan de estar en servicio, dejan de subyugarse al imperativo de la comunicación, eso es lo primero.
CW:
Se liberan. Se liberan de los significados, se liberan de su uso utilitario que le
hacemos.
RR:
Cierto. Octavio Paz tiene una expresión muy bonita con respecto a esa dimensión de las palabras en el poema: “la palabra erotizada”, es decir, una palabra que se complace en su cuerpo. Eso es lo que me interesa. Un recurso que me estimula mucho es la aliteración.
CW:
¿Qué es lo que es la aliteración? Explícalo para los que no la conozcan.
RR:
Sí, aliteración es la reiteración de un sonido en un verso. Por ejemplo, Góngora en “Polifemo y Galatea” dice “(…) el Céfiro no silba, o cruje el roble.”. En ese verso, ese silbido está presentado por la reiteración de las eses y el crujido de las ramas por esa reiteración de las erres.
CW:
Y, esa fiesta del lenguaje de las palabras me recordó un poco lo que tú decías
recién, me recordó un poco esa expresión que dijo el surrealista André Breton: “las palabras hacen el amor consigo mismas”.
RR:
Exacto, sí eso es lo que me interesa.
CW:
Y Góngora es un poeta dificilísimo del siglo de oro, me gustaría que brevemente me hablaras de él. Tengo aquí esta vieja edición – hermosa- de la editorial Universitaria, la antología: poeta difícil, hermético... cómo alguien tan joven como tú se adentra y no se pierde, digamos, en la selva gongorina. Qué paso con Góngora que para mí es el poeta más difícil y a lo mejor el más estimulante de la poesía española.
RR:
Bueno, cuando leí “Las Soledades” de Góngora no entendí nada. Son inentendibles y se me figuraba que era como el canto de los pájaros: el cántaro de los pájaros uno no lo entiende, uno no sabe qué hablan los pájaros entre sí o que significa su canto, pero sin embargo, nos provoca un goce de los sentidos, un regocijo con solo escucharlo. Y no hay necesidad de entenderlo para poder gozarlo. Y con la poesía de Góngora y en particular en ese gran poema que son “Las Soledades” no hay nada que entender en el fondo.
CW:
Y ¿en tu poesía? Tú crees que un lector que no tenga una formación poética – que no descubra las intertextualidades, o sea, la relación con otros poetas – ¿puede participar de esta fiesta del lenguaje?
RR:
Yo creo que sí, yo creo que sí.
CW:
¿Qué significa leer poesía? ¿Qué es lo más importante en la lectura para que uno se haga lector de poesía? Tú también enseñas literatura y enseñas poesía. Yo he dicho varias veces en este programa que a veces se enseña mal la poesía. ¿Qué significa ser un lector de poesía? ¿Cuáles son las condiciones para un lector gozoso, riente, como hemos dicho ahora, que festeja, que participa de este festejo?
RR:
Bueno, yo creo que un buen lector es el que percibe el poema como una construcción. Un lector que no busca descifrar un sentido, y con ese desciframiento de ese sentido limitar la lectura del poema, sino que un lector que sea capaz de abrir todos sus sentidos al momento de enfrentarse a un texto, es decir, no sólo leer con la mente, no sólo leer con el intelecto, sino que también poder leer con los oídos. Leer con los oídos para mí es muy importante al momento de enfrentarse al poema, leer con los oídos, escuchar el poema.
CW:
Un ejemplo de esta poesía. A lo mejor de Garcilaso, de Quevedo o del mismo
Góngora, a lo mejor de Manrique… un poema que uno pueda leer con los oídos o que tú hayas leído con el oído y que te haya abierto a algo ahí esa lectura. Cuál
podría ser o cuál fragmento, qué ejemplo se te ocurre, que pudiéramos leer aquí
mismo o recordar. De alguno de los clásicos, de Góngora o puede ser de Garcilaso, o puede ser también de Quevedo… como tú quieras.
RR:
Bien. Puede ser un poema de Quevedo, perdón, de Góngora, cuando dice:
“La dulce boca que a gustar convida
un humor entre perlas destilado,
y a no envidiar aquel licor sagrado
que a Júpiter ministra el garzón de Ida,
amantes, no toquéis, si queréis vida;
porque entre un labio y otro colorado,
amor está, de su veneno armado,
cual entre flor y flor sierpe escondida.”
CW:
Qué hermoso. ¿Qué es lo que hay ahí? ¿Qué hay de lo poético en ese Góngora?
¿Qué descubres tú ahí?
RR:
Bueno, muchísimas cosas. Primero, claro, aparte de esta serie de metáforas que están imbricadas en este poema, también veo un ritmo muy expresivo y que nos hace olvidar incluso el mismo contenido de los versos.
CW:
Es como si uno se dejase llevar por un mantra, ¿no? Uno es hipnotizado por el
poema.
RR:
Es un mantra, cierto, por supuesto.
CW:
¿Qué poeta te hipnotiza o te ha hechizado más de todos los poetas? Un poeta que te haya arrebatado, a lo mejor sin entenderlo… aparte de Góngora.
RR:
San Juan de la Cruz. En el “Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz.
CW:
Háblame un poco de tu relación con la poesía de San Juan de la Cruz.
RR:
A ver, el primer verso que me conmovió de San Juan de la Cruz es uno que dice “un no sé qué que queda balbuceando”. Creo que ahí San Juan de la Cruz no solo enuncia la imposibilidad de dar cuenta de la experiencia mística, sino que también da cuenta de la inefabilidad del poema, es decir, ante la realidad y la impotencia del lenguaje para dar cuenta de esa realidad sólo nos queda el balbuceo. Eso me pareció impresionante. Aparte que el verso es…
CW:
…es increíble, “un no sé qué que queda balbuceando”…
RR:
Eso me llamo la atención de San Juan de la Cruz.
CW:
Ahora, tú dices, efectivamente, que en muchas situaciones en la vida, las palabras son mezquinas o son incapaces de decir lo que uno está viviendo. Lo que dijo alguna vez Enrique Lihn: “nada tiene que ver el dolor con el dolor”. Y una de las experiencias radicales junto con el éxtasis místico, junto con el amor también, es la experiencia de la muerte. Y yo pienso -tengo la impresión, no sé qué me vas a responder Rafael- que este libro es un intento desesperado e imposible de poder decir algo sobre una muerte tan fuerte y tan dolorosa como la muerte de tu padre. Cuéntame un poco la historia de “Luz Rabiosa”, cómo nace.
RR:
Bueno, “Luz Rabiosa” nace fundamentalmente de una experiencia traumática e
inexplicable, como es la muerte del padre. Todos los poemas nacen a partir de esa experiencia. Por lo tanto, el tratamiento que hago de la muerte en este poema, en este libro, no es un tratamiento a la muerte en términos abstractos -una reflexión acerca del sentido de la muerte- sino más bien se trata de afrontar y de dar cuenta de una muerte concreta, particular, absolutamente cercana. No hay una reflexión metafísica acerca de la muerte. Y estos poemas entonces surgieron como una manera de domar el dolor, de domesticar el dolor.
CW:
Ahora, uno se pregunta, con un dolor tan fuerte cómo se puede escribir, cómo se puede enunciar, cómo se puede trabajar a nivel de lenguaje, si uno está agarrado por ese dolor. ¿Qué te paso a ti en ese momento, en esa experiencia? ¿Cómo se llega a escribir cuando uno está abrazado por el dolor?
RR:
Sabes que, yo diría que surge la escritura de manera muy espontánea -no hay otra-. Es decir, la muerte no tiene ningún sentido para mí pero, sin embargo, creo que al interior del poema las cosas pueden adquirir un sentido secreto. Y me las jugué por eso.
CW:
Y ¿te sirvió el escribir estas elegías? De alguna manera, ¿te sirvió para encontrarle un sentido a ese imposible que es la muerte de tu padre?
RR:
… yo diría que sí. Hay vislumbre de un sentido pero, por otro lado, está esta verdad irrefutable que es el hecho de que un poema no va a revertir la muerte de alguien. Y lo hice en un arte de la elegía, hay un verso que dice:
“Entenderás al fin y al cabo
que el poema no es más que un ejercicio:
no va a hacer que se levanten los muertos
ni hará que tu padre retorne
del oscuro país de los dormidos
(…)”.
Entonces, es una escritura que parte de esa convicción dolorosa de que el poema no va a revertir la muerte. Pero sin embargo, por otro lado, está la necesidad imperiosa de dar cuenta de esa realidad. Entonces, es como contradictorio, pero indudablemente hay un alivio.
CW:
Hay una paradoja bien tremenda, la misma que Enrique Lihn, poeta que dudaba del lenguaje y que siempre estaba diciendo que las palabras no sirven. Pero en el momento en que él sabe que se va a morir escribe “Diario de muerte”, no pudo dejar de escribir…
RR:
Exacto, es un poco eso.
CW:
Me gustaría que leyeras “Oración de gracia” uno de los poemas que abre esta
maravillosa “Luz Rabiosa”. En la pagina 10.
RR:
Sí, bueno, acá esta… es un poema dirigido a Dios. Y Dios es una presencia bastante constante en todo el libro. Ahora, lo curioso es que yo no creo en Dios. Y sin embargo…
CW:
Y tú lo interpelas… ¿cómo se da eso? No creer en Dios y de todas maneras
interpelarlo.
RR:
Bueno, yo siempre he dudado de las personas que tienen la convicción de tener una fe inquebrantable, pero a pesar de tener una fe inquebrantable, no piensan en Dios, es decir, no cuestionan su existencia. Y yo creo que el que verdaderamente tiene fe debe cuestionarse la existencia de Dios en algún momento.
CW:
E, incluso, un ateo, o sea, alguien que no cree en Dios, un agnóstico, puede
cuestionar su propia no-creencia en Dios.
RR:
Por supuesto…
CW:
…cómo sería el caso tuyo, porque tú le hablas. Hay otros casos en la poesía,
interesantes, donde hay poetas agnósticos que le hablan a Dios. Huidobro le habla a Dios en un poema. No se si recuerdas, Blaise Cendrars tiene “La pascua en Nueva York” le habla a Jesús, a pesar de que no cree en él. ¿Y a quién se le habla cuando esta uno hablándole a ese Dios? ¿Qué pasa ahí, quién es el otro al que se le habla?
RR:
Bueno, yo creo que a lo mejor inconscientemente hay una…en el hecho de referirse a Dios, de apelar a Dios, hay una necesidad de crear a Dios, en el fondo, en lo que yo percibiría como inconsciente.
CW:
Leamos entonces “Oración de gracias”.
RR:
Aquí tienes el cuerpo de mi padre, Dios mío
¡bórramelo de un solo resoplido furioso
para no ver mi sangre en su sangre, ni mi carne
en su carne temblando de ira!
Apágale los ojos con furia, Señor
¡no quiero que me vea
arrancarme la cara, blasfemando
el misterio del semen!
Señálame el lugar donde la noche
urdió el terrible nido
en qué lugar del cuerpo
urdió el terrible nido
en qué hueco del mundo
urdió el terrible nido.
¡Y dime si es mentira tanta muerte
tanto hueso que anda por la tierra!
Aquí tienes el cuerpo de mi padre
¡qué más quieres, Dios, qué más!
(…)
CW:
Tú te has interesado y, de hecho, estás terminando actualmente una tesis en
literatura sobre el plagio, la parodia y el pastiche en los poetas chilenos
contemporáneos. Explícanos un poco qué es el plagio, el pastiche y la parodia y por qué te has interesado en ese tema.
RR:
A ver, sí. Bueno ¿de dónde parte el trabajo de mi tesis? Parte de la suposición de que el plagio es posible concebirlo como una estrategia de escritura, de discurso, que consiste en apropiarse de la obra de otro poeta para inocular ahí un discurso propio.
CW:
Un ejemplo…
RR:
¿Un ejemplo? El texto “Yo me sé tres poemas de memoria” de Nicanor Parra. En ese texto, Nicanor Parra introduce una errata en uno de los poemas de Víctor Domingo Silva. Bueno “Yo me sé tres poemas de memoria” consiste en la reproducción de tres poemas ajenos: uno de Carlos Pezoa Vélis, otro de Víctor Domingo Silva y otro de Juan Guzmán Cruchaga. Y es súper interesante, porque Nicanor Parra introduce en el texto de Víctor Domingo Silva una errata: en lugar de decir “¡El "huinca" odiado venció al fin!”, Parra coloca “¡El inca odiado venció al fin!”. Y yo hago un análisis bien completo de ese caso y, a
través de esa errata, Nicanor Parra introduce un discurso y logra re-semantizar los tres poemas, es decir, darles un nuevo sentido.
CW:
Alguien que está lejos del mundo de la poesía o no lee tanto piensa que los poetas cuando escriben, escriben de la nada, y está el mito de la originalidad. Que cada vezque uno escribe está creando algo nuevo. Sin embargo, a medida que uno va leyendo, va descubriendo que todos los poetas le van robando a otros. Son, en el buen sentido, “ladrones de fuego” y me imagino que tú también haces lo mismo. De hecho, lo haces en “Luz Rabiosa” y ese juego se hace consciente después (…)
RR:
Bueno, hay un escritor que no me recuerdo quién, pero decía que en literatura el robo está permitido, siempre que este acompañado de asesinato.
CW:
… por qué asesinato
RR:
Eso quiere decir que el robo siempre está permitido en la medida en que uno logra enriquecer al texto apropiado o darle un nuevo sentido o darle una nueva lectura. No es la mera reproducción, sino una reproducción que logra transformar el texto.
(…)

jueves, 11 de junio de 2009

Apollinaire. Sobre el aprendizaje en arte


-Vengan al borde, dijo el maestro.
-Tenemos miedo, dijeron ellos.
-Vengan al borde, dijo el maestro.
Y ellos fueron.
El maestro los empujó. Y ellos volaron.
Guillaume Apollinaire

miércoles, 27 de mayo de 2009

Poemas de "La Universidad Desconocida" de Roberto Bolaño

RESURRECCIÓN

La poesía entra en el sueño
como un buzo en un lago.
La poesía, más valiente que nadie,
entra y cae
a plomo
en un lago infinito como Loch Ness
o turbio e infausto como el lago Balatón.
Contempladla desde el fondo:
un buzo
inocente
envuelto en las plumas
de la voluntad.
La poesía entra en el sueño
como un buzo muerto
en el ojo de Dios.

TU LEJANO CORAZÓN

No me siento seguro
en ninguna parte.
La aventura no termina.
Tus ojos brillan en todos los rincones.
No me siento seguro
en las palabras
ni en el dinero
ni en los espejos.
La aventura no termina jamás
y tus ojos me buscan.

****************************

Ahora tu cuerpo es sacudido por
pesadillas. Ya no eres
el mismo: el que amó,
que se arriesgó.
Ya no eres el mismo, aunque,
tal vez mañana todo se desvanezca
como un mal sueño y empieces
de nuevo. Tal vez
mañana empieces de nuevo.
Y el sudor, el frío,
los detectives erráticos,
sean como un sueño.
No te desanimes.
Ahora tiemblas, pero tal vez
mañana todo empiece de nuevo.


NO COMPONER POEMAS SINO ORACIONES

Escribir plegarias que musitarás
antes de escribir aquellos poemas
que creerás no haber escrito nunca.

jueves, 7 de mayo de 2009

Un cuento de Jerome D. Salinger que leímos en el taller

Ahora posteo el cuento, que es maravilloso. Prometo ampliar comentarios de este relato y de Tío Wiggily en Connecticut, otro que también leímos. La desventaja de la lectura en español es que, al ser una traducción, se pierden muchos juegos lingüísticos que hacen al contenido y la simbología. De ahí la necesidad de comentar. Por ejemplo, en Un día perfecto para el pez banana, que pegaré a continuación, se juega con una expresión popular en inglés "going bananas", que significa volverse loco. También es importante saber que la pronunciación del nombre del protagonista, Seymour Glass, es muy cercana a see more glass, que significa literalmente "ver más vidrio", por eso Sybil lo llama así en la playa. Podría decirse que el muchacho, que lleva en su nombre un elemento permeable y transparente como el vidrio o el espejo, sumado al sentido de la visión, estaría simbólicamente aludiendo a que él ve cosas que otros no ven, ve más allá, por lo que su percepción de la realidad o el mundo es diferente a la del resto de los personajes, aunque, lamentablemente, eso termine por matarlo. Estos relatos pertenecen al volumen Nueve Cuentos. La novela más famosa de Salinger es El guardián en el centeno.


Un día perfecto para el pez banana

J.D. Salinger

 

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. 

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. 

Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono. 

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño. 

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora. 

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero. 

A través del auricular llegó una voz de mujer: 

—¿Muriel? ¿Eres tú? 

La chica alejó un poco el auricular del oído. 

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo. 

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien? 

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han... 

—¿Estás bien, Muriel? 

La chica separó un poco más el auricular de su oreja. 

—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde... 

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada... 

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después... 

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad. 

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo. 

—¿Cuándo llegasteis? 

—No sé... el miércoles, de madrugada. 

—¿Quién condujo? 

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada. 

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que... 

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad. 

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles? 

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche? 

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para... 

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para... 

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás... 

—Muy bien—dijo la chica. 

—¿Sigue llamándote con ese horroroso...? 

—No. Ahora tiene uno nuevo 

—¿Cuál? 

—Mamá... ¿qué importancia tiene? 

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre... 

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita. 

—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo... 

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza... 

—Lo tienes tú. 

—¿Estás segura?—dijo la chica. 

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él? 

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído. 

—¡Pero está en alemán! 

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. . 

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche... 

—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo. 

—Muriel, mira, escúchame. 

—Te estoy escuchando. 

—Tu padre habló con el doctor Sivetski. 

—¿Sí?—dijo la chica. 

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo! 

—¿Y...?—dijo la chica. 

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro. 

—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica. 

—¿Quién? ¿Cómo se llama? 

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno. 

—Nunca lo he oído nombrar. 

—De todos modos, dicen que es muy bueno. 

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa... 

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma 

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la... 

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover. 

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está... 

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo. 

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado? 

—Me he quemado toda, mamá, toda. 

—¡Qué horror! 

—No me voy a morir. 

—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra? 

—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica. 

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste? 

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí. 

—Bueno, ¿qué dijo? 

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije... 

—¿Por que te hizo esa pregunta? 

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo... 

—¿El verde? 

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería... 

—Pero ¿qué dijo él? El médico. 

—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo. 

—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela? 

—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar. 

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...? 

—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar. 

—En fin. ¿Y tu abrigo azul? 

—Bien. Le subí un poco las hombreras. 

—¿Cómo es la ropa este año? 

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados. 

—¿Y tu habitación? 

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión. 

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile? 

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo. 

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien? 

—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez. 

—¿Y no quieres volver a casa? 

—No, mamá. 

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos... 

—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—. 

—Mamá, esta llamada va a costar una for... 

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que... 

—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento. 

—¿Dónde está? 

—En la playa. 

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa? 

—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso. 

—No he dicho nada de eso, Muriel. 

—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz. 

—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no? 

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca. 

—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas? 

—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje. 

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra? 

—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana. 

—Muriel, hazme caso. 

—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha. 

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes? 

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour. 

—Muriel, quiero que me lo prometas. 

—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.  
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—Ver más vidrio (1)—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio? 

—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor. 

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años. 

—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad. 

—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter. 

—Estáte quieta, Sybil, cariño... 

—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil. 

La señora Carpenter suspiró. 

—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna. 

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. 

Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas. 

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo. 

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil. 

—¡Ah!, hola, Sybil. 

—¿Vas a ir al agua? 

—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo? 

—¿Qué?—dijo Sybil. 

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos? 

—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie. 

—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas. 

—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil. 

—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres. 

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba. 

—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul. 

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga. 

—Es amarillo—dijo—. Es amarillo. 

—¿En serio? Acércate un poco más. 

Sybil dio un paso adelante. 

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy. 

—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil. 

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio. 

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. 

—Necesita aire—dijo. 

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo? 

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil. 

—¿Sharon Lipschutz dijo eso? 

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho. 

—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto? 

—Sí que podías. 

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice? 

—¿Qué? 

—Me imaginé que eras tú. 

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena. 

—Vayamos al agua—dijo. 

—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo. 

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil. 

—¿Que eche a quién? 

—A Sharon Lipschutz. 

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez banana. 

—¿Un qué? 

—Un pez banana—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz. 

Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil. 

Los dos echaron a andar hacia el mar. 

—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana—dijo el joven. 

Sybil negó con la cabeza. 

—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces? 

—No sé—dijo Sybil. 

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio. 

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró. 

—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga. 

—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? 

Sybil lo miró: 

—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut. 

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos. 

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él. 

Sybil soltó el pie: 

—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo. 

—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció? 

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol? 

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres. 

—No eran más que seis—dijo Sybil. 

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»? 

—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil. 

—¿Si me gusta qué? 

—La cera. 

—Mucho. ¿A ti no? 

Sybil asintió con la cabeza: 

—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó. 

—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas. 

—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil. 

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto. 

Sybil no dijo nada. 

—Me gusta masticar velas—dijo ella por último. 

—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro. 

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador. 

—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él. 

—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres? 

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para los peces banana. 

—No veo ninguno—dijo Sybil. 

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas. 

Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho. 

—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil? 

Ella negó con la cabeza. 

—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta. 

—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos? 

—¿Qué pasa con quiénes? 

—Con los peces banana. 

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo? 

—Sí—dijo Sybil. 

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren. 

—¿Por qué?—preguntó Sybil. 

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible. 

—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa. 

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos. 

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. 

Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: 

—Acabo de ver uno. 

—¿Un qué, amor mío? 

—Un pez banana. 

—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía alguna banana en la boca? 

—Sí—dijo Sybil—. Seis. 

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta. 

—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose. 

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante? 

—¡No! 

—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo. 

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel. 

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. 

En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada. 

—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha. 

—¿Cómo dice?—dijo la mujer. 

—Dije que veo que me está mirando los pies. 

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor. 

—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo. 

—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista. 

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás. 

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor. 

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz. 

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas. 

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha. 

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